En el número 60 de una céntrica calle de Sevilla vive Enrique Roldán, “Quique” para los amigos, quien ahora disfruta de su jubilación tras años dedicados a la enseñanza. Sin embargo, aunque muchos parecen haber olvidado, él no lo hace, no podría aunque quisiera, ya que las paredes de su hogar están plagadas de recuerdos y de historia.
Sabemos que 2015 es una fecha importante para el arte contemporáneo de la capital andaluza, es un año de celebraciones y aniversarios, como los 25 cumplidos por el CAAC o la reciente treintena de la galería Rafael Ortiz. A pesar de ello, también es la conmemoración de un evento fundamental que parece haber pasado desapercibido: aquel sábado de principios de 1965 cuando se produjo una brecha en el panorama artístico de una ciudad en la que aún reinaba el Academicismo. «Fue un despertar, un romper con los cánones» recuerda Roldán, «además de una bocanada de aire fresco para los pintores locales».
Así, el 2 de enero de 1965 abrió sus puertas por primera vez la galería La Pasarela, en el número 25 de la calle San Fernando, en un edificio que hoy no se conserva. Su nombre, bastante evocador, remitía a la desaparecida pasarela peatonal de hierro que unía esta calle con el Prado de San Sebastián y que tan señera había sido para los ciudadanos de principios de siglo. Se trataba de una apuesta pionera, no existía nada igual en Sevilla más allá del Ateneo o el Club la Rábida, que respondían a un modelo algo obsoleto en comparación con lo que se venía haciendo en el resto de España. «La idea surge tras un viaje que hice por América», cuenta Enrique, el galerista. «Yo estudié Bellas Artes con Pepe Soto y Teresa Duclós, también conocía a Carmen Laffón aunque era un año mayor. Después de licenciarme, me marché a México y EEUU donde expuse mi obra y conocí de primera mano lo que era una galería de arte. A la vuelta, lo comenté con mis compañeros y me apoyaron para llevar a cabo el proyecto».
* Imag. izq.: cartel de la inauguración de La Pasarela; Imag. dcha.: carteles de las individuales de Gerardo Rueda, Carmen Laffón y Antonio Saura.
«Éramos jóvenes y con mucho entusiasmo por hacer cosas» recuerda también José Soto, «sin embargo, el alma fundamental fue Carmen. Primero como profesional reconocida en España, pero también por sus contactos. Sin ella y el respaldo que supuso Juana Mordó, La Pasarela no hubiera tenido la importancia que tuvo». Y es que por aquel entonces, Laffón ya se encontraba entre los artistas que formaban el elenco de la galería Juana Mordó, de reconocido prestigio nacional y cuya principal línea de trabajo era la abstracción. Gracias a estos contactos, La Pasarela pudo traer a la capital de Andalucía pintores de primerísimo nivel como Fernando Zóbel, Lucio Muñoz, Antonio Saura, Antoni Tàpies, Manuel Millares, Gerardo Rueda o Eusebio Sempere -entre otros- todos ellos representantes de lo que posteriormente sería el `Grupo de Cuenca´. «De no haber sido por Juana, hubiera sido imposible que figuras como éstas hubieran venido a una galería desconocida en una ciudad atrasada artísticamente como era Sevilla», añade Soto.
En este contexto, La Pasarela inauguró con una colectiva formada por catorce artistas abstractos en una localidad donde apenas se conocía este movimiento -más allá de aquellos que se interesaran por la exposición “Veinticinco años de arte español” que acogió la Casa de Santa Teresa en 1962-. Algunos de los que participaron en este evento ya han sido nombrados y compartían cartel con otros como Rafael Canogar, Joan Hernández Pijuan, Manuel H. Mompó o Gustavo Torner. «La inauguración fue extraordinaria, tuvo una gran acogida. Vino el Alcalde, José Hernández Díaz, además de mucha gente joven. Salió en todos los periódicos, aunque también hubo muchas críticas por parte de los más conservadores. Verdaderamente fue romper… y un mundo nuevo» dice Enrique Roldán, «creo que es la exposición que recuerdo con más cariño, porque fue la que abrió un ciclo de siete años maravillosos».
Y es que siete años fue lo que duró el proyecto, contando con dos cambios de ubicación posteriores: primero a la calle Zaragoza y más tarde al barrio de Santa Cruz. Sin embargo, como se ha dicho, La Pasarela abre sus puertas frente a la antigua Real Fábrica de Tabacos, en un inmueble cedido por un familiar del galerista, de estructura típicamente sevillana, con varias plantas y un patio cerrado por una montera de cristal. «La galería ocupaba todo el edificio, aunque la sala de exposiciones se situaba en el primer piso y las habitaciones grandes se utilizaban de almacén para la obra que tenía en stock» dice Roldán. También Pepe Soto recuerda el espacio: «La casa de la calle San Fernando era preciosa y tenía una luz magnífica, con balcones corridos de cierros. La primera planta la convertimos entera. Esteramos los suelos de loseta, para unificarlo todo y que molestara menos a las piezas. En las terrazas pusimos unas cortinas de lienzo moreno, pintamos las paredes de blanco y el único mobiliario eran unas sillas de enea teñidas de negro» continúa, «Era un concepto completamente nuevo de galería, el de ocupar una vivienda con habitaciones pequeñas y recovecos». «Todo era muy austero y elegante, no estorbaba nada, parecía un convento. Conseguimos un ambiente íntimo e interesante» concluye Roldán.
Tras la inauguración, la galería continuó trayendo nombres destacados que exponían de manera individual. En este punto hay que nombrar especialmente la figura de Fernando Zóbel, pintor excepcional que después de recorrer medio mundo llegó a Sevilla gracias al contacto de Juana Mordó con La Pasarela. Desde el primer momento se enamoró de su luz y la convirtió en residencia temporal que alternaba con sus viviendas de Madrid y Cuenca. Aunque no es el momento de exponer las muchas virtudes de este artista nacido en Filipinas, todos los que convivieron con él le recuerdan con cariño, especialmente Carmen Laffón y Pepe Soto, con quienes compartió estudio y a los que transmitió con generosidad toda la experiencia adquirida a lo largo de su extensa trayectoria. «Él era un hombre espléndido y generoso, tenía conversaciones con todo el mundo, sin importar su edad. Creo que era una de las personas más cultas que he conocido en mi vida y siempre estaba regalando» recuerda Soto.
* De izq. a dcha.: cartel de la individual de Manuel Millares en La Pasarela; obras de Fernando Zóbel.
Manuel Millares fue otro de los grandes nombres que expusieron individualmente en La Pasarela, siendo su muestra la que abrió el nuevo espacio de la calle Zaragoza en 1968 y la única que se ha visto en Sevilla desde entonces. Sin embargo, una de las que más impactó en el ámbito local, quizás por su novedad y fuerza, fue la de Lucio Muñoz, celebrada en el mismo año de apertura. «Era una de las primeras individuales que se celebraron en la calle San Fernando» dice Soto, «Trajo una escultura maravillosa que hoy está en la Iglesia de Aranzazu, un retablo que se expuso en el patio. Era una obra muy dramática, por el propio material -la madera-, y el patio se llenó con aquella pieza. Fue una exposición estupenda». A esto, Roldán también añade «Aquella muestra fue increíble. Había un tríptico descomunal con una crucifixión en el centro -`Gólgota´ se llamaba- y dedicamos una habitación solo para esa pieza, todos los focos le apuntaban». «Esa exposición llegó de Madrid y después se envió al Museo de Bellas Artes de Bilbao» continúa, «pero lo verdaderamente curioso fue que, mientras aquí pasó totalmente desapercibida por parte de las Instituciones, el museo vasco adquirió aquella obra monumental que hoy se encuentra entre las joyas de su colección».
Además de convertirse en punto de referencia de la abstracción española, uno de los objetivos de la galería desde sus inicios fue dar visibilidad a los creadores jóvenes locales. Por este motivo, se convocaba anualmente el Premio La Pasarela, un galardón que adquirió gran prestigio en poco tiempo y al que podían presentarse artistas menores de treinta años que quisieran dar un salto en su carrera. De esta forma, se celebraba una colectiva con todos los concursantes, de la que salían premiados dos artistas. «El jurado estaba formado por un grupo de pintores, periodistas y otros intelectuales. La galería se quedaba con dos obras, una de cada premiado, y al año siguiente se les daba la oportunidad de celebrar una exposición individual con todos los gastos pagados» cuenta Roldán. La jiennense Regina Pérez y el sevillano Enrique Ramos fueron los ganadores de la primera edición, ambos con un paisaje. Otros muchos les sucedieron, algunos de ellos inmersos ya en el movimiento abstracto: José Ramón Sierra y Gerardo Delgado, Fernando Verdugo y Mariano Aguayo, Juan Romero... «Aún conservo muchas de estas obras, porque pasaron a formar parte de mi colección particular tras el cierre de la galería» concluye.
* Imag. izq.: cartel de la exposición de Lucio Muñoz en La Pasarela; Imag. dcha: obra `Gólgota´, del mismo artista.
También otros pintores locales expusieron en La Pasarela durante sus siete años de vida: Teresa Duclós, Paco Cuadrado, Paco Molina -que se asentó en Sevilla-, Juan Suárez, José Luis Mauri, Luis Gordillo o Carmen Laffón. «Estas eran muy especiales, porque eran muy queridos en la ciudad y la galería se llenaba de familiares y amigos» continúa Roldán, «Joaquín Romero Murube, director del Alcázar por aquella época, escribió unas palabras muy emotivas en el ABC con motivo de la exposición de Carmen».
A pesar de la envergadura, la calidad y la repercusión que tuvo este proyecto, la juventud y el entusiasmo de sus protagonistas no fue suficiente para que se mantuviera en el tiempo. «Los gastos eran muy altos y la organización agotadora. Me dio pena cerrar pero no hubo más remedio» dice el galerista. «La clase intelectual nos apoyó mucho. Sin embargo, para un proyecto como aquel hubiera sido fundamental un apoyo oficial, institucional» continúa Pepe Soto «Hubo tres o cuatro buenos clientes, principalmente americanos destinados en la base de Morón que conocían a Quique. Sin embargo, era muy difícil vender al público local obras de esas características». Por todo esto, tras siete años de intenso trabajo e ilusión, la galería fue decayendo hasta desaparecer.
Y así, sin hacer ruido, han transcurrido cincuenta años. «Yo siempre había pensado en hacer algo cuando llegara al cincuenta aniversario» decía Enrique Roldán. Por este motivo, en enero de 2015 organizó una modesta exposición en el bar de su hija María -La Huerta, en la Plaza de los Terceros-. «Llevé 50 cuadros que estuvieron en La Pasarela, además de los carteles que aún conservo» continúa, «no contacté con nadie, simplemente mandé invitaciones a pintores y amigos, con el sobre y el logotipo de la Galería. Todos quedaron muy sorprendidos, como si hubieran vuelto atrás en el tiempo». Una modesta celebración para un evento otrora tan relevante, un esfuerzo cuyos frutos pueden advertirse a día de hoy y que, sin embargo, no ha recibido el agradecimiento que merece.
* De izq. a dcha.: obras de Carmen Laffón (detalle), Enrique Ramos y Paco Cuadrado (detalle).
«Fue una etapa inolvidable, que dejó huella. Me consta que la gente que lo vivió, lo recuerda con cariño» comenta Roldán, «Pepe Soto, Carmen Laffón y Teresa Duclós colaboraron mucho, y les estoy muy agradecido por ello». «Lo significativo fue el riesgo que supuso en aquellos años el embarcarse en una aventura como esa. Si no hubiera sido por el apoyo de Juana Mordó y sus pintores, nada hubiera sido posible. Eso fue lo verdaderamente importante» concluye Pepe Soto.
Y es que La Pasarela fue el principio, la que dio inicio y abrió una nueva realidad para la contemporaneidad artística de Sevilla. Luego otros cogieron el testigo, fundamentalmente Juana de Aizpuru, una mujer inteligente e infatigable que dio sus primeros pasos a principios de los setenta rodeándose de gente con criterio como Paco Molina, Jacobo Cortines o Fernando Mendoza. También el Museo de Arte Contemporáneo, que nace de la mano de Víctor Pérez Escolano en 1972, fue un claro ejemplo del ambiente que se había instalado en la ciudad gracias a La Pasarela.
Así, el ya desaparecido periodista Antonio Colón, reseñaba en un periódico local la inauguración de la galería. Comentaba la envergadura del proyecto y la necesidad de una sala que ofreciera a los sevillanos lo interesante que se hacía en el arte de su tiempo. También hacía referencia a la obligación de superar el peso de la tradición pictórica en un entorno que pecaba de inmovilismo artístico con peligro de fosilización. Unas palabras que, salvando las distancias temporales, parecen de rabiosa actualidad.