Existen ciudades que por sí solas son generadoras de conceptos, ideas, de nuevas sensaciones. París es posiblemente una de esas urbes, cuya personalidad arrolladora va por delante. Si además, aparecen en su órbita artistas cuya visión de ella misma es tan especial e inconfundible, como es el caso de Robert Doisneau (Gentilly, 1912 - París, 1994), el atractivo está más que servido. Tal sugestiva conjunción es la que marca la exposición retrospectiva que La Térmica dedica al fotógrafo francés, en la que se muestran medio centenar de sus obras.
 

A priori, hablar de fotografía y París, podría ser casi consustancial, más aún insertos en el mundo actual, gobernado -entre otras cosas- por las imágenes, la reproducibilidad y la mitificación de las vivencias y los recuerdos. Antes de mencionar a la capital francesa, muchos echarían mano de su cámara, de sus imágenes guardadas en la memoria o de sus impresiones magnificadas por el encanto de la ciudad. El caso de un fotógrafo nacido y criado en los suburbios del norte de París, es completamente diferente, más si cabe al haber residido durante toda su carrera en su pequeño y tímido atelier en Montrouge, también en el extrarradio. De hecho, como se puede ver en las obras de la exposición, sus primeras fotografías -la primera publicada en 1932- plasman escenas populares de esos barrios parisinos que le eran tan cercanos y conocidos. Entre estas obras tempranas, todas de 1934, destacan `Pequeños lecheros´ y `Los hermanos´ que evidencian una constante que estuvo siempre muy presente en su trabajo, la vida que los niños desarrollaban en las calles, como elementos básicos de la sociedad y su porvenir.

Con posterioridad, Doisneau pasó a recoger escenas de la capital, de su vida cotidiana como gran urbe. Encontró dos vertientes diferentes pero relacionadas, de su preocupación por el contexto social y la poética de las anécdotas visuales. En primer lugar, le interesó la presencia humana y la interrelación entre personas y niños en espacios abiertos e icónicos de París, así como plasmar su dualidad como gran metrópoli; el acontecer diario inmersos en un tráfico devorador y el crecimiento vertiginoso del turismo y sus consecuencias. Buen reflejo de ello son `La mirada oblicua´ (1948), `Los mandiles de Rivoli´ (1978) y `Los amantes del Hôtel de Ville´ (1950), todas presentes en la sala. Esta última obra, más conocida como `El Beso´ o `Los amantes´, además de resumir las características de su fotografía, pasó de ser un momento de exaltación de la pasión y la esperanza adolescente, a convertirse en una de las imágenes claves y más reproducidas del siglo XX, a lo que ayudó la polémica sobre la pareja de actores retratados, levantada en 1988.

Por otro lado, gracias a su mentor Robert Giraud, entró en contacto con la vida bohemia y nocturna, también tan prototípica de la ciudad de París. Se codeó con artistas e intelectuales y también le llamaron la atención los espectáculos y tabernas. Se pueden ver obras como `Los panecillos de Picasso´ (1952) o `Café blanco y negro´ (1948). Aunque se observe cierto cambio de registro -o de localización- su fotografía continuó siendo en blanco y negro, evitando los primeros planos y dejando “aire” a la composición, el necesario para que protagonistas y fondos puedan debatir en cuanto a sensaciones.

La exposición termina curiosamente con un autorretrato y un mediometraje sobre su figura. Y es que un fotógrafo capital como Doisneau, que además trabajó con Henri Cartier-Bresson o Robert Capa y expuso en 1951 en el MoMA de Nueva York, no merece menos. Su inolvidable fotografía disfrutó por primera vez de una retrospectiva -esa vez en papel- en 1979, por Claude Nori. Esta muestra tiene un notable valor añadido, la paradoja de ser una retrospectiva compuesta por pequeños momentos de lucidez y curiosidad, escenas imborrables que resumen una trayectoria.