Durante las últimas décadas, los teóricos de la ciencia arqueológica han removido cielo y tierra, tal vez más cielo que tierra, para desnudar su actividad intelectual de las limitaciones y los prejuicios que propios y extraños le habían ido adjudicando. Gracias a sus esfuerzos académicos y divulgativos, a la manera del mítico Sísifo, han desmentido las ideas preconcebidas hasta matizar la consideración tópica de la disciplina: que no persigue la monumentalidad de las estructuras ni la espectacularidad de los bienes muebles, sino la información que unas y otros ofrecen por sí mismos y en relación con su matriz; que la excavación en extensión y profundidad constituye un recurso útil, aun cuando irreversible, pero en ningún caso imprescindible para generar conocimiento histórico; que no se circunscribe únicamente a los tiempos prehistóricos y antiguos, sino que puede aplicarse al pasado más reciente. Manuel Molinos Molinos, de manera significativa y hasta un poco forzada, imagina la hipótesis de unos ‘Arqueólogos en la feria’ (Servicio de Publicaciones de la Universidad de Jaén, 1996) capaces de aplicar la metodología incluso a los aspectos más banales de la vida cotidiana. En este marco conceptual se comprenden las arqueologías subacuática, del paisaje, de la arquitectura, industrial... y muchas otras, entre las que destaca en este sentido la arqueología de la basura.
En pleno Capitalismo Mundial Integrado, la máxima «somos aquello que desechamos» es imposible de desechar. Sobre esta base, el Prof. William Rathje propuso a sus alumnos del curso de 1973 plantear una investigación a partir de la basura generada por los vecinos de Tucson (Arizona, EE.UU.), en definitiva una de las mejores muestras de cultura material, y extraer de ella conclusiones generales sobre la sociedad; sostenido y diversificado durante décadas, el Garbage Project se ha convertido en una referencia internacional y se ha replicado en muchos otros puntos del planeta. Cabe la posibilidad, por último, de extrapolar el pensamiento específicamente arqueológico a otros ámbitos de las Humanidades, sobre todo al arte, en un ejercicio creativo y transversal: Juan Martínez Moro ensaya algo parecido en su sorprendente libro ‘Arqueología del arte moderno. Cuerpo, objeto y lugar en un horizonte de extinción’ (La Bahía, 2015) y, asimismo, no es casualidad que el citado Rathje y Cullen Murphy comiencen el prefacio de ‘Rubbish! The Archaeology of Garbage’ (The University of Arizona Press, 2001) hablando de obras de arte que son basura y de restos de basura que llegan a conformar Garbage Art; sólo hay que realizar una pequeña visita a través del museo imaginario del siglo XX para conectar los collages y esculturas de Picasso, el arte polimatérico de Umberto Boccioni, los objects trouvés de Marcel Duchamp, los Merz de Kurt Schwitters, las arpilleras de Manuel Millares, los combines de Robert Rauschenberg, las found situations de Daniel Spoerri, los trapos de Michelangelo Pistoletto, las poubelles de Arman...
La exposición de José Jurado (Villanueva del Duque, Córdoba, 1984) en el Espacio Iniciarte de Córdoba puede servir como paradigma a dicha tendencia, y al mismo tiempo quedar enriquecida por la mirada arqueológica. Bajo el título de ‘Resaca nacional’, por lo demás bastante elocuente, se reúne un buen número de “bodegones contemporáneos” -léase al respecto el texto de Ángel Aterido en el catálogo- que comparten una crítica hacia la vana costumbre del botellón, tan extendida entre los jóvenes y los ya no tan jóvenes: tres collages sobre postales del Museo del Prado -Zurbarán, Van der Hamen y Sánchez Cotán-, añadiendo Coca-Colas respectivamente a las lozas, las flores o los alimentos, que poco tienen que ver con el carácter de la exposición, a no ser que pretendan buscar las raíces del botellón en el siglo XVII o justificar el uso de marcos barrocos; y catorce fotografías impresas en lienzo que representan otros tantos amaneceres en “botellódromos” repletos de bolsas de plástico, botellas, vasos y toda suerte de desechos del más variado gusto -factores deposicionales primarios- antes de que los servicios de limpieza -factores deposicionales secundarios- los devuelvan a su estado original.
A pesar del azar mediante el que se ponen en escena tales elementos, pues los responsables no son conscientes de su destino final, las composiciones son necesariamente monótonas: mismo mobiliario urbano -poyetes, bancos o escaleras-, mismos encuadres -licores y refrescos en primer plano, vegetación, arquitecturas y skylines en segundo-, mismas figuras representadas -Caciques, Negritas o Johnnie Walkers-...; no por casualidad, con sutil ironía, trasunto exacto de la rutina que es objeto de juicio. La museografía, de acertada iluminación, subraya igualmente esta idea a través de una estructura sobria sólo rota por la excepción de una agrupación de fotografías.
Al margen de lo oportuno o intempestivo de la exposición, de lo correcto o incorrecto del montaje, de lo innovador o manido del mensaje crítico, de lo sugerente o anodino de los resultados estéticos, que cada cual sabrá valorar en su justa medida, me interesa el propio recorrido artístico-arqueológico que ha conducido al autor hasta ahí: definir la metodología, acotar un campo determinado, planificar la expedición, examinar los restos de manera superficial, registrar los hallazgos mediante documentos visuales, seleccionar el material óptimo, procesar y clasificar esa información, indagar lo que subyace en todo ello... Paradójicamente, aquella búsqueda in situ de la verdad, que defendieron en la protohistoria de la arqueología personajes tan relevantes como Ciriaco de Ancona o Ambrosio de Morales, se convierte aquí en análisis del “no-lugar”, por cuanto se trata de espacios concretos sin personalidad, situados indistintamente en Villanueva de los Infantes, Córdoba o Granada; no-lugares que se activan con puntualidad y se renuevan cada vez sin dejar una huella arqueológica evidente, pues ésta es desplazada a los vertederos, y que tal vez en el futuro sólo puedan ser conocidos mediante las prospecciones visuales de artistas como José Jurado. Queda abierta, por tanto, en torno a los modelos comentados, una interesante línea de reflexión y de trabajo hacia el verdadero rigor arqueológico en la recuperación de datos, para lo cual sería necesario pasar de lo fragmentario -bodegones aislados- a lo general -el fenómeno en su conjunto-, de la apreciación subjetiva -la más o menos pintoresca disposición de los elementos- al análisis objetivo de los restos materiales -sin hacer distinciones- y de la actuación esporádica a la investigación continua, de manera que permita aportar conclusiones de mayor peso sobre la sociedad que todos componemos.